Placidica fue una señora mayor que vivía en la calle Mestanza, tuvo la desgracia de ver morir a todos sus hijos, al menos seis o siete, todos hombres y mujeres. Recuerdo de ver las fotografías de todos, que los tenían en cuadros que ocupaban todo el portal. El último que murió fue Salvador, recién casado, que dejó un hijo muy pequeño. Placidica era la abuela materna de Raimundo Garrido y hermana de Ritica, abuela paterna del Toli.
A esta señora, deshecha por su desgracia, le criaron un perrillo por si él encontraba algo que pudiera calmar ese inmenso dolor que atormentaba su vida. Isidro se llamó este famoso y esquelético animal, que gracias a su superdotada astucia e instinto, pudo superar, no fácilmente, los años del hambre. Creo que de los perros callejeros que había en Baños sólo quedó éste.
No fue el perro Mastín que tenía la misión de guardar el ganado a cambio de un pedazo de chicharro o pella cada veinticuatro horas, ni el chucho que llevaba el mulero al campo para guardar el hato, y de noche la cuadra a cambio de un coscurro y un estacazo si se lo merecía.
El perro de Placidica no fue de éstos, quiso ser libre, a su casa sólo iba a dormir, Placidica no podía echarle nada de comer. Cuando abría la puerta por la mañana, desaparecía hasta la noche. Pillaba calle por calle y casa por casa, achuchaba la puerta sin hacer ruido, metía el hocico y olfateaba. Si había gente, se iba y hacía igual en la casa siguiente. Cuando reconocía que no había nadie dentro de la casa, entraba como un sonámbulo directamente a la cocina. Si había un puchero puesto en la lumbre cociendo algo de comida sujeto con el morrillo, cuidadosamente este animal lo volcaba sin romperlo. Éstos solían ser de barro cocido, derramaba al suelo la comida para que se enfriara pronto, y rápidamente se la comía pues no podía perder tiempo. Cuando no había nada puesto en la lumbre, como casi siempre, descolgaba el candil, que solía estar en la chimenea de todas las casas humildes, ya que sólo tenían una bombilla de quince bujías colgada en el portal para alumbrar toda la casa. Este animal sabía que en la torcía del candil siempre había algo de aceite y salia con él en la boca como un relámpago, y en las canteras del Santo Cristo se comía la torcía y le sacaba brillo al candil.
Era el terror de la gente; en la casa a la que entraba, o los dejaba sin luz o sin comer, ya otro día en las canteras encontraban los candiles que brillaban como nuevos. Por su fama el halago o caricia única que encontraba era la pedrá o el estacazo, aunque era muy difícil darle.
Isidro fue un perro lobuno oscuro, hocico largo, alto, muy seco y ágil. Si en el momento de estar haciendo la algarrá en la casa era sorprendido, salía a la calle como una exhalación y a veces tiraba al suelo a quien pillaba por delante.
Al cabo de haber superado tres años de muy difícil supervivencia, tan difícil que murieron de hambre varias personas en Baños, un maldito día subía calle arriba olfateando casa por casa como de costumbre. La criada de una casa acomodada había recogido del horno de Pepica Cantarero una canasta de mimbre llena de tortas, cubierta con un paño blanco. Ésta dejó la canasta encima de la mesa del portal; tan fácil fue para este animal el tentador encuentro, que sin pensarlo entró y las devoró velozmente; nunca había disfrutado tanto.
Con ese pesazo de estómago le costó poco cogerlo y atarlo. Al día siguiente amaneció ahorcado en las olivas. A Placidica, el hecho le costó una enfermedad, pero en esos tiempos no se podía protestar.
Ahora en verso habla el perro:
Esquelético y enjuto andaba por la calle
Muy silencioso y astuto, y sin meterme con nadie
Buscando lugar oculto, pasé los años del hambre.
Mirando puerta por puerta, con este ir y venir
Cuando pillaba las vueltas, pronto robaba el candil,
No por la luz que tenía que alumbraba a aquella gente
Sí por comer la torcía que sabía un poquito a aceite.
¿Cómo podría aguantar el hambre que nunca acaba?
Siempre lo tuve presente; de los míos ya no quedaban,
Si se moría la gente, ¿cómo yo tanto aguantaba?
Por el instinto animal y las ganas de vivir,
La manera de pensar, y las noches sin dormir
Para otro día probar, a robar otro candil.
Si yo me atrevía a volcar el puchero en tu cocina
No me pude sujetar, me inundó el hambre canina
Que ya no podía aguantar.
Jamás tuve quien me halague ni me hiciera una caricia,
Era el terror de la calle,
el perro de Placidica nunca le mordió a nadie.
Esquelético y enjuto andaba por la calle
Muy silencioso y astuto, y sin meterme con nadie
Buscando lugar oculto, pasé los años del hambre.
Mirando puerta por puerta, con este ir y venir
Cuando pillaba las vueltas, pronto robaba el candil,
No por la luz que tenía que alumbraba a aquella gente
Sí por comer la torcía que sabía un poquito a aceite.
¿Cómo podría aguantar el hambre que nunca acaba?
Siempre lo tuve presente; de los míos ya no quedaban,
Si se moría la gente, ¿cómo yo tanto aguantaba?
Por el instinto animal y las ganas de vivir,
La manera de pensar, y las noches sin dormir
Para otro día probar, a robar otro candil.
Si yo me atrevía a volcar el puchero en tu cocina
No me pude sujetar, me inundó el hambre canina
Que ya no podía aguantar.
Jamás tuve quien me halague ni me hiciera una caricia,
Era el terror de la calle,
el perro de Placidica nunca le mordió a nadie.